Procedente de la colección del conde de Villagonzalo es el pequeño autorretrato en que se representó Goya, en pie, con una chaqueta corta, mirando al espectador y trabajando con un gran lienzo. Una obra que demuestra la independencia artística del pintor realizando aquí un arte más personal. A través de este autorretrato Goya nos da a conocer sus elementos de trabajo: pinceles cortos y cogidos cerca de la brocha propio del arte detallista que llevaba a cabo por estos años, destaca su paleta con diez colores colocados desde el blanco, siguiendo por los ocres a los verdes, azules, para acabar con los más oscuros. En la paleta de años posteriores estos detalles no llamarán tanto la atención pues los rojos en ella ocuparán preferencia.
Su hijo, Xavier Goya, en su biografía nos da más información sobre la forma de trabajar su padre: «Pintaba sólo en una sesión, algunas veces de diez horas, pero nunca por la tarde y los últimos toques, para el mejor efecto de un cuadro los daba de noche, con luz artificial». Goya era admirado por sus contemporáneos por la gran destreza y agilidad con el pincel y su facilidad para cubrir grandes superficies.
El uso de la espátula antes de 1808 era escaso y si la utilizaba era para lograr unos efectos calculados. Sobre ello su hijo escribe: «Siempre merecieron su predilección los cuadros que tenía en su casa,
pues como pintaba con libertad, según su genio y para su uso particular las
hizo con el cuchillo de la paleta en lugar del pincel, logrando sin embargo,
que hiciesen un efecto admirable a proporcionada distancia». Otras fuentes nos dicen que utilizaba los dedos, las brochas, esponjas, cañas abiertas y trapos.
Su paleta va a evolucionar hasta que en su última etapa se reduce a unos pocos colores como bien describe uno de los primeros historiadores de Goya, el francés Matheron: «Su paleta era en
extremo sencilla: componíanla tres o cuatro colores, a lo más, de cuya
preparación cuidaba él mismo, y eran el blanco, el negro, el bermellón, los
ocres y las tierras de Siena. Conozco una admirable cabeza de mujer que pintó
con el blanco, el negro y el bermellón solos […] no se ocupaba, en sus últimos
años sobre todo, de examinar la calidad de sus lienzos ni de sus tablas. Todo
era bueno para él, y como si hubiera querido aumentar el mal de la alteración
de los colores, se servía con gusto del primer pedazo de tabla que encontraba,
o de cualquier fragmento de lienzo crudo, sin en muchas ocasiones el trabajo de
clavarlo en un bastidor».
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